Lunes 4 de abril Página 25 periódico METRO del Grupo Reforma
El valedor
Por Tomás Mojarro
Y se llegó la fecha de la contienda. Fresco amaneció Goliat, hombre de guerra, como fresco amaneció el día en aquella explanada orillera del desierto. Del caserío, a lo lejos, el vientecillo acarreaba toques marciales, cajas de guerra, rumor de muchedumbre que se acerca, expectación. Hoy es el día. Hoy se jugará la suerte de dos tribus enemigas, y todo depende de él, de Goliat, hombre de guerra.
Confiado, sereno. Para el guerrero terminaron los días de tensión y esas noches que pasó en un dormitar miserable, del que a sacudidas los desenterraban aquellas visiones donde se veía a sí mismo roto y caído, desmadejado y a merced del enemigo todavía incógnito. ¿Quién sería él? A tantos rudos de talante fiero observaba en la tribu enemiga. ¿A cuál de los tales en duelo a muerte tendría que enfrentar? Esta incertidumbre, las pesadillas y el amargor en la boca por tragos no de mosto sino de bilis. Goliat Eruviel…
Pero la angustia quedó atrás; terminó por los buenos oficios de sus espías que día, con día, infiltrados en las líneas enemigas, esforzábanse por descubrir la entidad del guerrero que se le iba a enfrentar. ¿Ese héroe curtido a contiendas, aquel gigantón, el de las correosas carnes, ducho en la lidia cuerpo a cuerpo? ¿Qué arma mortífera tendría qué confrontar? Y esa tensión, el insomnio, el ahogo. Por momentos olvidaba resollar…
La noche de anoche, de la que hoy, se ríe con desdén, resultó la peor de las noches: al peso de las sombras se soñó decapitado por el rival incógnito. Lo zarandeó el ahogo y se alzó, jadeante empapado en sudor, y a tarascadas buscaba aire con qué revivir los pulmones. Mi enemigo, mañana ¿quién irá a ser? El alba, allá afuera, hacia amagos de clarear. Eruviel, hombre de guerra…
El tal abandonó el lecho y trepó al montículo. A la lechosa claridad de la lucha contempló la explanada donde se decidiría la suerte de dos tribus enemigas. Trémulo contempló el claro en la zona musgosa donde él (los de su tribu, detrás expectantes), confrontaría al enemigo. Y tal flaqueza del ánimo, que le retiraba el apatito de vivir. En figones, prostíbulos y tabernas lo extrañaban. Goliat.
Amaneció en el campamento. La hora sonó. Los combatientes y sus tribus, en un ambiente electrificado, aguardaban la señal. Ahora sereno ya, despectivo, el gigantón mide con la vista al enemigo que tiene enfrente, que lo ve con tranquilo mirar. Y qué enemigo, dioses…
De no creerlo. ¿En qué estarían pensando los estrategas enemigos? Le enfrentan (¡a él, león guerrero!) no a un soldado de combate, no al veterano de mil contiendas, no a un general de su ejército, sino (de no creerse, dioses) ¡a un simple pastor de ovejas! A semejante Encinas de esmirriada catadura y tan corto de alzada, que no acaba de embarnecer. ¡Y sin armadura ni almete, ni escudo ni arma ninguna, que no sea el pecho al aire, la barba cana al frente! ¡y una honda en la diestra! Dioses…
Goliat, en cambio: altísimo, formidable, corpachón forrado de acero y el arma ofensiva dispuesta. Véanlo mirar al antagonista no con temor, no con preocupación, ni siquiera con odio: con desdén. ¿Y ese redrojillo fue el que en mi mal sueño me revolcó en el polvo frente a mi tienda para terminar trozándome el cuello? Y luego crean en los sueños, espejismos de la tenebra. “Revolcar a Luis Felipe era PAN comido; a este redrojillo Encinas, más fácil aún”.
¿Lo que más tarde ocurrió? La respuesta, después del próximo tres de julio. (Se reciben apuestas.)